Si tú supieras, amor, el miedo que le tengo al Infierno.
Al sudor frío que empapa todas mis caderas
al saber que la montaña eterna ya no nos ve tan niños.
Al pensar que este
anticuado atardecer,
en vacío, asombrosamente te desea matar.
Al pensar que me podrían desaparecer
tus mejillas
en la frágil madrugada.
(Se ha de intentar perseguir al coche que se lleva
los escudos de cartón [podré
defenderte ya muy poco
con mi espada]).
A lo lejos, el silencio
estentóreo de Dios da muerte a unos enamorados
que se besan por primera vez,
que felices ignoraban a ésta, la mujer
que me apuñala. Mesías
espiciforme que a todos ama,
que no vive por la luz mohosa de las farolas tristes,
ni por la sombra de un pez.
Taciturna en la ciudad,
que se mantiene por descosidos
del tiempo.
Si te dijera, amor,
que temo a la humanidad,
que se me entumece el interior.
El oír un solo frenazo.
El de las olas y el eco.
El del alféizar cetrino.
El vacío de un acantilado rebosante de niños.
Oír una crucifixión.
Que no sé.
Que en los ángulos se matan perros.
Que una libélula está
atropellada y grita con sus destrozadas escamas
en el jardín de las piedras.
Que una sirena hedionda clama
en la ventana
por sus hijos ahogándose en unos cajones de fruta.
Si te dijera, amor, el miedo que le tengo al Infierno.
Volverías con tu madre lejos del no ruido.
Volverías a la ingravidez, la protección desnuda,
los amigos,
los bolsillos,
las manoplas,
las piscinas, por la luz solar descomponiéndose.
Si te dijera que no sé.
Que no lo sé.
Que tus besos son más largos que la eternidad.